sábado, 11 de enero de 2020

GONDELLIED





Reconoció de inmediato la música que sonaba nítida y clara, aunque amortiguada por la puerta aun cerrada. Se acercó casi sin aliento y tocó el timbre. 
-        Que alegría volver a verle Lord Oldman, ha pasado mucho tiempo. Acompáñeme, Madame le espera en la sala de música.
 La realidad toma entonces un plano casi teatral. Pisando aquella alfombra del corredor que tantas veces recorrió de niño le asalta el olor a la madera que cruje a su paso, al polvo de la moqueta centenaria, aquel olor acre de los lienzos de los cuadros de siempre, a los vetustos muebles de nogal, también a flores recién cortadas y al té negro recién hecho. Luego la melodía invadiendo cada recuerdo, cada recoveco de su cabeza, inundando sus sentidos, como si lo estuvieran filmando a cámara lenta en un solo plano secuencia donde él había compuesto la banda sonora original.  La escena era perfecta. Primero entra el mayordomo, luego él detrás, la imagen del inmenso piano en el centro de la estancia le golpea. Ese viejo, pero aún majestuoso piano de cola en medio del salón conserva todavía aquel brillante sonido que ahora vuelve a resonar desde su arpa con un efecto mágico, convirtiendo el resto de los elementos de la estancia en una mancha que se difumina lentamente a su alrededor. 
Suena la Gondellied nº5 de su libro de Canciones sin palabras. Hace ya tanto que compuso aquella pieza que ni lo recuerda. Por aquel entonces vivía viajando entre Alemania e Italia. Era el más joven y admirado compositor de su generación. Sus piezas se convirtieron en obras habituales en las salas de recitales. Se puso de moda que las familias aristócratas de Europa tuvieran como elemento de distinción poseer un piano en el salón de sus casas para ser tocado generalmente por las damas, como reclamo de virtudes. Se elevó así la demanda de piezas cortas, de estilo romántico en general, por lo que las suyas alcanzaron una aplastante popularidad, por su sencillez de ejecución sin menospreciar un delicado lirismo en sus temas. Aquella que sonaba ahora era una de esas obras, una pequeña gondellied sin mayores pretensiones.  Pero algo nuevo estaba sucediendo esta vez mientras escucha los primeros compases del tema principal, no sabía exactamente que era, pero le resulta tremendamente perturbador. Se estremece al darse cuenta que aunque aquella pieza ha sonado interpretada por los más grandes pianistas y por él mismo en los teatros más famosos de Europa, en los salones mas selectos de la aristocracia, aquella canción suena ahora como si se estuviera improvisando por primera vez. Como si sus notas estuvieran encadenándose sucesivamente cayendo desde las teclas del hermoso Schimmel acariciado por las manos de Elisabeth, que permanece sentada en el piano, dándole la espalda, posando sus blanquísimas manos sobre cada acorde con un gesto casi sobrenatural.
Veinte años han pasado desde que se marchó de aquella casa. En ese tiempo ella se convirtió en la Condesa de Lagerre, tuvo un hijo, vivió en Paris e interpretó ante la realeza de Versalles sus únicas y originales composiciones propias, convirtiéndose en la primera niña prodigio de Francia y la primera compositora mujer reconocida. Su fama se extendió a dimensiones de leyenda, no solo por su gracia, su magnífica ejecución, sino además por su figura de proporciones áureas y su presencia casi etérea. Todo cambió cuando ocurrió el accidente que volcó su carruaje de camino a Inglaterra. Murieron sus padres y su hijo que entonces tenía 10 años, también un prodigio de infante que había heredado su talento y su belleza. Fue una desgracia que asoló la vida de Elisabeth para siempre.  Poco después moría el Conde de Lagerre de una fulminante neumonía. Elisabeth se recluyo en su palacio a las afueras de Berlín durante 7 años, donde desapareció por completo de la vida publica. 
 Y ahora estaba allí tocando “su” gondellied para recibirle en el salón de su infancia, tocando el mismo piano donde hace ya tanto interpretaran juntos pequeñas suites a 4 manos. Aquellas cálidas tardes de verano, rodeados de los 300 ejemplares únicos de la inmensa biblioteca de su tío, ante las magnificas vidrieras por donde entraba una atardecer ambarino y ondulante, mientras el severo cuadro de su tía, la Duquesa de Essex, los observaba desde la altura, con aquel vestido azul eléctrico con el que se había empeñado en inmortalizarse. Todo permanecía exactamente igual, congelado en el tiempo.
La escena es sutil y tiernamente evocadora, la cámara de plano secuencia gira sobre él que permanece plantado cerca de la puerta mientras sigue con la mirada los pasos ya algo cansados de James, el mayordomo, mientras se retira y los deja solos. El viejo James aún se erguía orgulloso y altivo a pesar de sus 80 años. 
De repente ella ataca el pasaje “forte”, y el cambio de tonalidad a Do mayor le saca de ese momento de ensoñación para acercarse despacio a su lado. Elisabeth no pierde la concentración en ningún momento, al contrario, matiza mucho más cada fraseado y se inclina sobre el teclado con delicada naturalidad, permaneciendo indiferente a su presencia a pesar de que hace casi media vida que no se ven. El tiene ahora 37 años, ella 35. Él morirá un año después de una apoplejía cerebral, extraña enfermedad con la que fue maldecida su familia y que acabó también con la vida de su hermana y de su padre. 
Pero en este instante él reconoce que está viviendo un momento único, el momento donde entiende que ha recorrido el mundo buscando fama y reconocimiento, buscando lo que ahora, y sólo ahora sabe, ha estado siempre en aquel salón, en aquel piano y en aquella mujer que interpreta su música.  No supo darse cuenta hasta ese preciso instante que está ocurriendo como una revelación. Ese preciso instante en que Elisabeth acaba el tema en una larguísima y prolongada “fermata” congelada y perfecta, suspendida en el aire.
Entonces ella se levanta y se gira para mirarle, tiene los ojos vidriosos, pero le sonríen. Acerca sus delicadas y blancas manos para apretar tiernamente las suyas. Y así se quedan mirándose como dos niños divertidos en un encuentro casual, sonriendo, contándose lo mucho que se han echado de menos con las miradas. Así, unos minutos que parecen eternos y a continuación en un gesto mil veces repetido, ambos, sin hablar, se sientan y comienzan a tocar.

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…Para Marta Orta.

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